2.7.2015
Hace unos días tuvimos esta conversación en casa….
Laia (5 años): mama, existen las pistolas de verdad?
Yo: Sí
Laia: Y pueden matar personas?
Yo: Sí.
Laia: Y hay lugares donde matan a quien les da la gana?
Yo:…
Laia (escandalizada): Mamá, es gravísimo!!!
Laia se hace mayor y cada vez entiende más lo que dicen en las noticias y hace preguntas más complicadas de responder. El otro día, después de mostrarse asombrada ante tal sin sentido con las pistolas «de verdad» yo sólo supe decirle que sí, que tenía razón, que era gravísimo. Aquella conversación me ha rondado en la cabeza durante días supongo que porque, en el fondo, me hizo sufrir: sufrir por ver cómo sufría en darse cuenta de ciertas cosas que pasan por el mundo.
Pensé que le quedan tantas cosas por saber, tantas cosas horribles e imposibles de entender, que celebré que no las pueda descubrir todas de golpe.
Sufrí porque me di cuenta de que el proceso de hacerse mayor conllevaría muchas preguntas para las que no tengo respuesta y que me será difícil explicar cosas que yo tampoco puedo entender. Y sufrí para ver la realidad con sus ojos.
Los adultos, de alguna manera, nos acabamos acostumbrando a las atrocidades que pasan, a las cosas que oimos o vemos por la televisión. Supongo que nos acostumbramos porque sino seríamos incapaces de ponerla en marcha y de soportar tanta realidad cruel. Pero ese día, ver su cara de estupefacción me hizo sentir mal… Era como un «y no hacéis nada? y no pasa nada?» y me sentí impotente…
En qué momento perdimos también la inocencia? En qué momento nos dimos cuenta de las cosas que pasan? En qué momento nos acostumbramos a hechos insoportables? En qué momento empezamos a dejar de ser niños?
Y todavía hay a quien no le gustan los niños… ¿cómo es posible?