Ramona tenía 67 años y un cáncer que la mataba. Los médicos le habían dicho que lo tenía en el pulmón derecho y también en los huesos y que el pronóstico más que malo, era fatal.
Sin embargo, ella siempre había oído decir a su madre que no mata el mal sino la hora y ella, Ramona, estaba convencida de que si tenía que morir ahora, daba igual que el motivo fuera un cáncer o un accidente de autobús: era el momento y punto. Ella lo tenía clarísimo y aunque parecía que en el hospital todavía querían hacerle mil cosas para que se medio recuperara, ella sabía que de esta, no saldría adelante.
Su hijo José le decía que hiciera el favor de no abandonarse a la enfermedad, que tenía que luchar, que aún era joven y que la actitud, en estos casos, era fundamental. Cuando le decía estas cosas, a Ramona se le rompía el corazón, porque no podía dejar de pensar que cuando ella muriera, su hijo se vendría abajo y ella ya no estaría para ayudarle. Esto era lo que llevaba peor. Eso y no ver crecer a su nieto Nil, de un año y medio, que era su perdición. Cuando José le decía que luchara, ella por dentro pensaba «es que yo ya no quiero luchar… ya me parece bien irme» pero por fuera simulaba que todavía tenía ganas de vivir. Lo hacía por él, porque no podía soportar verlo desanimado. Y porque había comprobado que si ella hacía buena cara, él estaba más contento.
Tumbada en la cama de hospital, sólo podía pensar en su casa, en sus cosas… «Dejadme ir a casa» suplicaba a los médicos y a José cada vez que le hablaba de una nueva prueba. Pero aquel lunes todo cambió. Habían llegado los resultados de una última placa y analítica y la cara del médico hablaba sola. Era una cara de «ya no hay nada que hacer. Puede irse».
Finiquitaban su caso, lo cerraban. Le daban ya el permiso para marcharse, si quería. La cara del Dr.Beltran, triste por no poder ayudar a una mujer a la que él consideraba todavía demasiado joven, contrastaba con la de Ramona, que había visto la manera de pasar los últimos días en su casa, con todo lo que añoraba. José no lo veía claro, sufría demasiado… Sufría tanto que había perdido la claridad.
La posibilidad de quedarse sin madre le aterraba porque de alguna manera, era todo el vínculo que le quedaba con su «antigua» familia. Antigua porque ahora tenía otra, la «nueva», con su mujer y Nil. Tenía miedo y de alguna manera, era como si se volviera a sentir pequeño enroscado entre las piernas y las faldas de su madre cuando aún vivían en el pueblo. No se hacía la idea de que ella había empezado a irse. No podía.
Finalmente Diana, la mujer de José, le puso luz donde él sólo veía oscuridad y le hizo entender que su madre merecía terminar sus días donde ella quería: en casa.
El Miércoles mismo la trasladaban en ambulancia. Tuvieron que contratar una enfermera unas horas cada día y José, provisionalmente, se instaló allí, a su lado, para asegurarse de que no le faltase de nada y porque alguien tenía que darle los calmantes las horas que la enfermera no estaba…
Al cabo de unas horas de estar tumbada ya en su cama de siempre, Ramona finalmente se pudo relajar. Oler su hogar, ver sus fotos, sus cosas… notar el tacto de sus sábanas… Todo la llevaba a sentir ese punto de comodidad que no había conseguido ningún día de los que había pasado en el hospital. A su manera y a pesar de todo, en casa finalmente podía ser feliz y también, evidentemente, podía volver a ser ella. Sentirse ella a pesar de la enfermedad.
A las 21h de la noche José le dio los calmantes que tocaban. Se los acercó junto con un vaso de agua. La miró mientras se tragaba las pastillas y la vio delgada y débil con las mejillas medio hundidas… Por primera vez la vio vieja y la imagen le hizo palidecer. Cuando ella le devolvió el vaso y le dijo «gracias», él se giró corriendo y no pudo ni pronunciar el cordial «de nada» porque tenía un nudo inmenso en la garganta que le impedía hablar.
Salió corriendo de la habitación e hizo ver que iba a la cocina a terminar algo, pero se detuvo en medio del comedor. Cerró los ojos y se preguntó si tendría fuerzas para soportar lo que ya era del todo inevitable.
Ramona se despertó de repente, a las cuatro de la madrugada y abrió unos ojos como platos. Sudaba y sentía una excitación interna como nueva. Tenía prisa, mucha prisa, como si no pudiera esperar y empezó a gritar: «¡José! ¡José! ¡Ven!». Él la oyó enseguida y temió lo peor. Saltó de la cama y en un momento estaba a su lado, descalzo, con calzoncillos y una camiseta.
«¡Te tengo que contar algo!» Le dijo Ramona como si no hubiera tiempo de nada…
«Tranquila mamá, tú duerme, ya hablaremos mañana, ahora descansa»
«No, José, ¡no quiero descansar! ¡Quiero hablar contigo! Tengo que contarte algo… es muy importante, no puedo irme si no te lo cuento»
«¡Pero es que no tienes que irte mamá!» – Entonces ella le clavó la misma mirada que le había hecho a lo largo de su vida cada vez que él no había estado a la altura.
«Haz el favor, José. Calla y déjame hablar». Él se sintió pequeño y estúpido simulando que no era obvio que ella no duraría mucho. Calló y se sentó a su lado.
«Antes de que nacieras, tu padre y yo tuvimos una hija» a Ramona se le rompía la voz y hacía pausas largas entre palabras. No porque necesitara pensarlas sino porque era como si estuvieran varadas, o oxidadas, como si les costara salir. Él no dijo nada y ella finalmente pudo continuar: «se llamaba Ana». Los ojos de aquella mujer de 67 años a punto de morir se llenaron de lágrimas. Eran lágrimas viejas, de las guardadas durante años en un armario de los que no se tocan y que se van cargando de polvo, y más polvo, y más polvo… hasta que algún despistado lo abre y se asusta.
«Tu padre y yo teníamos muchas ganas de tener hijos y me quedé en estado al poco de buscarlo. No sabíamos qué era, en aquella época no se hacían eco-grafías. Sólo sabíamos que se llamaría Ana si era niña y que se llamaría José si era niño. Tuve un embarazo fantástico, me encontré muy bien. Tu padre estaba encantado y no paraba de tocarme la barriga. Todo iba bien, ¡todo! Hasta ese día.
Lo que se suponía que debía ser el más fantástico de nuestra vida fue el más terrible. El parto fue más fácil de lo que me esperaba y enseguida tuve a Anna conmigo. Me la tomaron un momento y al poco ya la volvía a tener en brazos… Era preciosa tu hermana, José… Yo estaba muy contenta y tu padre también, pero al cabo de un rato me empezó a extrañar que no me buscara el pecho… No quería mamar, como si estuviera demasiado dormida. Respiraba bien, pero no sé cómo explicártelo, yo sabía que pasaba algo.
Avisamos a los médicos y nos dijeron que se debía haber cansado del parto, que ya mamaría. Yo estaba muy cansada; hacía horas que no dormíamos y entre los puntos y todo, cuando me dijeron que no me preocupara me dormí enseguida. Al cabo de un rato no sé por qué me desperté sobresaltada… Aún tenía a Anna conmigo pero de repente, ya no respiraba. La sacudí, grité,… tu padre y todo el mundo se puso en marcha pero Anna ya estaba muerta. Había muerto quién sabe si en ese momento o unos minutos antes, no lo supimos nunca… Se la llevaron corriendo y ya no me la devolvieron nunca más. Tu padre sí la volvió a ver pero a mí no me dejaron, dijeron que sería mejor para mí, que el trauma costaría menos de pasar si ya no la veía. Yo no podía ni pensar, sólo lloraba y gritaba, como una loca… No me podía creer lo que estaba pasando ni ese día ni los que vinieron después.
Este cáncer no es nada comparado con lo que pasamos yo y tu padre, José. Créeme… aquello fue infinitamente peor… Y más en aquella época. Nadie quería hablar de ello. En el pueblo me miraban con cara de pena pero hacían ver que no había pasado nada. Alguien se atrevió a decirme que ya tendría otros hijos, ¡y casi le escupo en la cara! Los que vinieron después fueron los peores años de mi vida. Tu padre hizo borrón al tema, como si nada hubiera pasado. No quería hablar de ello o no podía, no lo sé. Y yo me fui cerrando, viviendo el dolor y mi duelo absolutamente sola. 4 años tardé en querer volver a hablar de niños y al cabo de cinco meses más, me volví a quedar embarazada… de ti. Fui tan feliz… ¡y al mismo tiempo pasé tanto miedo…!»
«¿Por qué nunca me lo contaste, mamá?»
«Porque tu padre no quería ni oír hablar del tema. Yo siempre le decía que éramos cuatro y él me decía que no, que éramos tres. Esto, quieras que no, con el paso de los años, nos fue separando. Hace dos años, cuando tu padre murió, justo antes de irse ¿sabes qué me dijo? «Perdóname». Yo sabía a qué se refería y él sabía que yo lo sabía. No había confusión posible. Y sí, le perdoné. Cada uno vive el duelo como puede y no como quiere, y él y yo teníamos maneras muy diferentes de vivirlo…
Te cuento todo esto porque hace unos meses que no puedo parar de pensar en Anna. Lo he hecho toda la vida. Cada año he celebrado, de alguna manera, su cumpleaños. Cada año he pensado cuantos años cumpliría ella, y me he imaginado si tendría hijos de haber sobrevivido o si sería arquitecta… No ha habido ni un solo día que en algún momento u otro no haya pensado en ella. En ella y en ti.
Sé que tú no quieres hablar de esto tampoco, pero me estoy muriendo y lo sabes. Me estoy muriendo y, francamente José, quiero hacerlo. Y quiero hacerlo contigo. Quiero poderme morir tranquila y saber que me permites que me vaya. Yo ya tengo bastante, de verdad, no necesito vivir más. Estoy orgullosa de ti y de tu familia, sé que estaréis bien. Eres un gran hombre y te quiero más de lo que nunca te he llegado a demostrar. He vivido lo que tenía que vivir y casi no me arrepiento de nada… Sólo de dos cosas: de no haberme despertado a tiempo el día que murió Anna y haber podido hacer algo, y de no haber pasado suficiente tiempo contigo cuando eras pequeño. José, recuerda que lo que no hagas ahora con Nil ya nunca más podrás hacerlo: de los abrazos que no le des, de las horas que no pases a su lado, los momentos que te reclame y tú por lo que sea no quieras atenderle, te arrepentirás toda la vida. Toda. Entrégate a Nil sin miedo, es lo mejor que puedes hacer por él y en el fondo, también por ti.
Te quiero José, y me ha gustado muchísimo pasar buena parte de mi vida cerca de ti… pero ahora… quiero que dejes que me vaya porque ha llegado la hora de que pueda estar también junto a Anna. Sé que me vendrá a buscar, lo sé. Sueño con ella cada noche desde hace unas semanas. Sueño que la veo y que la abrazo. Sueño que estoy con mi hija y que finalmente, puedo descansar en paz.
Si te cuento todo esto es porque te quedes tranquilo con mi muerte y sobre todo, porque tenía mucho miedo de que si no te contaba nada, la existencia de Anna se hubiera ido conmigo para siempre. Y debes saber que nosotros, nuestra familia, siempre fuimos cuatro. Aunque tu padre no quisiera reconocerlo nunca, aunque el dolor sea tan grande que no quisiéramos o pudiéramos hacerla más presente… Anna fue y siempre será tu hermana. Tu hermana mayor que murió poco después de nacer. Quiero que la tengas presente porque es parte de nuestra historia.»
Ramona parecía más lúcida de lo que nunca lo había estado. José no sabía qué decir, estaba absolutamente perplejo mirando y escuchando a su madre que, en aquellos momentos, parecía la mujer más sabia y entrañable que nunca había visto. En algún momento se sintió aturdido y no supo si era del susto de levantarse de golpe a las cuatro de la madrugada, o de lo que acababa de oír, que le había impactado demasiado.
«Tengo sed… ¿Me puedes dar agua?»
Él le acercó el vaso y vio que por la mejilla le bajaba la enésima lágrima. Acercó la mano y la secó. Volvió el vaso sobre la mesa. Sabía que tenía que decirle algo pero no sabía qué… De repente, respiró profundamente y dijo «lo siento mamá… lo siento… todo» y la abrazó. Él, que era más bien reacio a los abrazos, se había lanzado a los brazos de su madre, hundiendo la cabeza en su hombro y sintiendo el olor de sus cabellos «siento que sufrierais y siento que te vayas» y entonces comenzó a llorar y a sollozar como hacía siglos que no hacía. Como si él también hubiera tenido un montón de lágrimas guardadas durante años dentro de un armario lleno de polvo y con olor a rancio…
Ella, mientras la abrazaba, le decía bien bajito «ya lo sé, José… pero está todo bien… ahora, por fin, ya está todo bien…» Al cabo de una media hora José cerraba la luz de la habitación de Ramona y supuestamente volvían a dormir. Ninguno de los dos pegó ojo. Ella tardó tres días y tres noches más en morir. Lo hizo medio sedada pero con cara de paz, tranquila, en su casa, y después de haber pasado las horas más armoniosas y amorosas de toda la vida con su hijo José.
Cuando las personas que asistieron al funeral laico abrieron el recordatorio para leer la esquela encontraron estas palabras: «Mamá y Anna, ahora ya estáis juntas. Ya podéis descansar en paz». Nadie supo qué quería decir. Nadie preguntó.
FIN.
Dedicado a todos los niños que murieron demasiado pronto y a todos los padres que sufrieron en silencio.
7 respuestas
Molt maco Miriam, però quina plorera m’ha agafat….
Que es mori el teu fill és el pitjor que et pot passar a la vida. Tinc un cas molt proper i cada cop que penso en ells i en el que van passar m’agafa una pena i una tristor tant gran….
La meva filla te 18 mesos i intento disfrutar i exprimir al màxim tot el temps que puc amb ella. El temps passa tant ràpid….
Gràcies per el conte 🙂
qiue puc amb ella. El temps passa molt ràpid i moltes vegades ens preocupem per coses tant insignificants…..
Hola, Vane.
Sí, perdre un fill sens dubte, també crec que és el pitjor que et pot passar. És terrible. I més en aquestes condicions de mort perinatal, quan el fill no l’ha vist ningú, quan sembla que ni tan sols hagi existit, quan no queden fotos, ni res fet amb aquell nadó per recordar… Duríssim. Per això és tan important posar-hi paraules, perquè viure una pèrdua així en el silenci és una llosa, i fer-ho visible, donar existència a tots aquests bebès que han mort massa d’hora, un bàlsam per l’ànima de molts pares i mares.
Una abraçada ben forta. I sí, gaudim dels nostres fills com si fos l’últim dia!
Me ha emocionado mucho tu cuento… No he llegado a llorar pero se me han inundado los ojos de lágrimas. Me maravilla ver las cosas tan bonitas y llenas de sentimiento que escribes. Definitivamente tienes un dón.
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Uau…
Qué cosas más bonitas me dices… Me gusta saber que lo que escribo llega y remueve por dentro. Un abrazo
Si, jo tambe crec que tens un do. M’ha emocionat molt el teu conte. Malauradament, segur que moltes dones i homes han tingut que patir aquest dolor. Es molt trist i no puc afegir res mes a tot el que heu dit fins ara.
Precioso cuento, resuena, remueve, pero necesario para sanar!
Graciad Míriam
Madre mía…. No puedo dejar de llorar Miriam, escribes tan bonito para niños y mayores… Resuena, resuena mucho… Gracias