Febrero 2010
Ayer me corté el pelo. Entré en una peluquería, sí después de siete meses de no cortármelo mi melena había llegado a una situación digamos que «insostenible»;). Lo que pasa es que la reciente maternidad te deja poco espacio para según qué cosas. Ya no sólo eres tú quien debe cuadrar una agenda sino que te lo tienes que combinar con una segunda persona para que se haga cargo de tu hij @. Finalmente encontramos el día y hora, y yo, sola, me dirigía hacia la peluquería sintiéndome absolutamente extraña de ir sin Laia por la calle. Me sentía como si me faltara algo … como si la gente me tuviera que parar y decir » se ha descuidado a su hija!» o «¿Adónde va sin Laia?» … Me sentía como ridícula paseando, después de seis meses absolutamente acompañada, sola. Como si ya hubiera olvidado caminar por la calle, sin empujar un cochecito o sin llevar a mi hija colgada de la mochila.
Finalmente llegué a la peluquería. Me lavaron la cabeza. Me hicieron aquel masaje que, os lo juro, nunca había valorado tanto como ayer … Oh, por favor … qué bien que me sentaba aquel masaje en mi cráneo, en mis cervicales con jabón … Después, secar un poco y cortar, como siempre, nada nuevo. Lo que sí era nuevo era lo que yo sentía sentada allí en el sillón. No me podía relajar. Los primeros veinte minutos sí, estaba relativamente relajada, disfrutando del lavado de cabeza y esas cosas. Pero después era como si ya tuviera un poco de pinchos debajo el culo. Pensaba en Laia y su padre … «¿Dónde estarán paseando?», «Quién sabe si ya duerme, Laia, en el cochecito», o «Espero que no esté llorando» … Hasta que,-gracias, Dios mío-a la peluquera se le ocurrió preguntarme por mi hija. Entonces contesté, viendo, con sorpresa, como el hecho de hablar de ella me relajaba y podía tolerar un poco más la distancia que nos separaba por primera vez desde que había nacido. Hablar me liberaba la tensión que me provocaba el no estar cerca de ella. Deducía y racionalmente sabía que ella estaba bien. Si no hubiera sido así, su padre me la hubiera traído sin ni dudarlo un segundo. Por lo tanto, SABÍA que ella estaba bien. Pero inconscientemente, seguía temiendo que tuviera hambre y yo no estuviera cerca para darle el pecho, o que llorara sin mí. Pero cuando pude decir a la peluquera que tenía una hija preciosa, que nos iba muy bien y que estaba paseando tranquilamente con su padre mientras yo me cortaba el pelo, me fui sintiendo cada vez más y más relajada. Y entonces entendí aquellas madres que en otra época me habían parecido un poco «pesadas» porque cuando venían a trabajar siempre hablaban de sus hijos pequeños. Ahora ya entiendo por qué lo hacían y les pido disculpas por haberlas juzgado con tanta ignorancia. En todo caso, yo ahora también soy una madre «pesada».