Una de las situaciones en las que los adultos más nos removemos por dentro y nos salen los demonios es cuando vemos que nuestro hijo/a u otro niño/a, pega.
Si vemos que pega a su hermano más pequeño, si nos pega a nosotros en un ataque de rabia, etc. tenemos que respirar hondo si no queremos reaccionar de forma inconsciente y acabar pegando también nosotros.
Esto es porque, en buena parte, lo vemos injusto y la injusticia y la rabia van de la mano. Lo vemos con ojos adultos y algo que para nosotros es evidente, NO SE PUEDE PEGAR, no comprendemos por qué a ellos/as les cuesta tanto de integrar.
Bueno, pues porque son pequeños, inmaduros, impulsivos, sin autocontrol y absolutamente emocionales. Nuestra actuación tiene que ser siempre la misma: impedir que pegue y enseñarle poco a poco a canalizar esa emoción de una forma que no dañe a nadie. Tenemos que ser ejemplo.
Es vital comprender el mundo desde sus ojos también, porque sino, nos vamos a cabrear mucho. Ponernos en sus zapatos.
Desde el cabreo, desde nuestra propia rabia, nos será imposible entender la situación profunda, conectar con sus sentimientos y necesidades, y ayudarle.
Así que respiremos siempre cuando veamos a un niño pegar y actuemos desde la responsabilidad pero también desde la conexión con la inmadurez, vulnerabilidad y dificultades del peque que ahora no sabe expresarse de otra forma cuando la rabia le invade.