Edurne camina deprisa. Hace unos diez minutos que ha salido de casa y todavía siente aquella opresión en el pecho que la ahoga. Tiene ganas de empezar a correr pero no sabe hacia dónde, y no lo hace.
Sólo camina deprisa hacia ninguna parte, deseando que cada paso que hace un poco más rápido, le vaya calmando aquel peso enorme que lleva días sientiendo en la boca del estómago y que no la deja respirar. Ni cuando bosteza, no puede acabar de inchar los pulmones. Tiene continuamente esa sensación tan desagradable de que se ahoga, de qué le falta aire, de que no podrá respirar y caerá al suelo de un momento a otro…
Edurne hace tres semanas que ha parido a su hijo Roberto, un hijo deseado y esperado durante años con ganas, y a pesar de todo… hace tres semanas que sólo tiene ganas de llorar y de quedarse tumbada en la cama todo el día.
Hace tres semanas que no puede soportar el llanto de su hijo, y que se siente vulnerable, impotente, inútil, pequeña y sola. Lo ha hecho: ha llorado, se ha quedado tumbada en la cama y ha evitado levantarse… ha ido todo el día en pijama y ha hecho lo mínimo que le tocaba. De todo lo demás, se ha ocupado él, que durante las últimas semanas ha hecho de padre y de madre y que aún no entiende qué es lo que le está pasando a su mujer.
Él también está asustado, pero no de tener un hijo, sino de pensar que quizás ella ya no volverá nunca más a ser la misma. Nunca la había visto así y no sabe qué hacer ni cómo para que ella reaccione y tome, de una vez, la responsabilidad que le corresponde con Roberto y con esta nueva etapa.
Pero Edurne no puede. El embarazo fue normal, el parto fue bastante bien, no hay aparentemente nada que pueda hacer pensar que esto que le pasa a ella tiene una causa obvia. Ella estaría asustada si pudiera.
Pero la angustia no la deja ni darse cuenta de la magnitud de la tragedia. Sólo puede centrarse en lo que le pasa, y cuando intenta mirarlo de cerca, ve ese agujero vacío todo negro que la aterroriza y todo vuelve a empezar, el peso en el pecho, las ganas de correr… o meterse dentro de la cama, mirar la pared hasta dormirse y no volver a despertar jamás.
A Edurne su hijo no le dice nada, o mejor dicho, sólo una cosa: culpa. Sabe perfectamente que no lo está haciendo bien, que se suponía que tenía que hacer de madre, de estar presente en cuerpo y alma, de hacerle mimitos y tenerlo en brazos… y disfrutarlo… pero no puede.
No le apetece cogerlo ni mirarlo porque no se siente merecedora de este bebé tan precioso que hace tres semanas parió. Se siente una estafa. No debería haber sido madre porque no sabe hacerlo, porque no siente esa llamada cuando mira a su hijo, porque sólo tiene ganas de morirse… ¿Qué ha pasado? ¿Por qué le pasa esto?
Edurne no lo ha pasado nunca tan mal como lo está pasando ahora. Edurne nunca habría dicho que caería en este agujero justo a las puertas de la maternidad que tanto anhelaba.
Camina de prisa por la calle y sólo piensa una cosa «dentro de media hora tengo que estar en casa», y se pondría a llorar porque a casa no quiere volver. Su madre, sin embargo, que vive con ellos desde hace una semana porque él tenía que volver al trabajo y no podía dejarla sola con el bebé, le ha dicho «sal a tomar el aire, pero sólo media hora. Grita, corre, haz lo que quieras, pero vuelve dentro de media hora, ni un minuto más».
Mientras, en casa, la madre de Edurne tiene a Roberto durmiendo en brazos y los ojos llenos de lágrimas. Ella no está asustada como su yerno, ni tiene tantas preguntas como tiene él, porque ella sabe qué pasa, ella entiende a Edurne como nadie, seguramente, y si no fuera porque tiene que hacer el papel que le toca ahora, también arrancaría a llorar y no pararía.
Mira el reloj de la cocina y reza (ella, que no lo ha hecho nunca), porque su hija no se retrase ni un minuto más. No porque ella no pueda quedarse con su nieto y darle el biberón que toca y ocuparse de ellas, sino porque que Edurne llegue o no a la hora tendrá un gran significado.
Si respeta lo que le ha dicho su madre, si vuelve cuando tiene que hacerlo, querrá decir que todavía hay una parte de ella que tiene los pies en el suelo. Sino, significará que está peor de lo que pensaban y deberán valorar qué pasos seguir a partir de ahora… Por eso reza, porque no desea nada más que que su hija se ponga bien y haga de madre como sabe que puede hacerlo…
Edurne ha llegado hasta un parque y busca con la mirada un banco que quede un poco escondido de por donde pasa la gente. Va deprisa y se sienta. Tiene ese ahogo dentro que no la deja recuperar el pulso y está tan agobiada que se pone a llorar…
Se tapa la cara con las manos y hay una parte de ella que estaría así, llorando en el parque, hasta desfallecer… «No debería estar aquí… no debería estar llorando sola en la calle… debería estar en casa, con Roberto, dándole el pecho. Pero no puedo… no soy capaz, no me merece, no seré una buena madre, no puedo consolarlo, ni cuidarlo… no puedo…» eso era lo que constantemente pasaba por su cabeza mientras lloraba. Cualquier cosa precedida de un «no». Sentía una pena profunda e infinita que la llevaba dentro de ese agujero vacío y negro que la arrastraba hacia los rincones más temibles que había visitado nunca…
Edurne oyó unas voces y volvió en sí… «¿Estás bien?» le dijo una chica… «¿Qué hora es?» le preguntó ella «faltan diez minutos para y media». Edurne se levantó y sin decirle nada más se puso a correr. ¡Casi son y media! Corrió y corrió y corrió para volver a casa… como si fuera lo único que no podía no hacer bien ese mes de marzo terrible…
Su madre continuaba con Roberto en brazos y mirando el reloj. A y media en punto oyó el ruido de las llaves en la cerradura y suspiró «¡Gracias Dios mío…!» y cerró los ojos. Fue al recibidor a ver a su hija que entraba sudada y con los ojos hinchados de haber llorado. «Voy a ducharme», sólo dijo Edurne que ni miró a Roberto. Su madre volvió al comedor y con mucho cuidado dejó el bebé en la cunita «duerme tranquilo, precioso, y déjame hablar un momento con tu madre…».
Fue hacia la habitación y la vio sentada en la punta de la cama, aún sudorosa y quieta. No la advirtió de nada y empezó a hablar:
– Sé qué te pasa, Edurne. Sé cómo te sientes. No sabes hasta qué punto puedo sentir eso que sientes tú ahora. Hubiera dado lo que fuera para que aquel recuerdo no hubiera vuelto jamás a mi vida, y menos contigo viviendo lo mismo, pero las cosas no se eligen, supongo… Te miro y veo la angustia, la ansiedad que sientes aquí en el pecho. Te miro y sé que ves un agujero vacío y negro y sé que crees que no mereces ese hijo precioso al que no has podido ni mirar, ni amamantar, ni vincularte todavía… no te culpo porque sé cómo te sientes. Sé profundamente qué sientes y por eso no puedo ni enfadarme… – Hizo una pausa. Le temblaba la voz y tuvo que tragar saliva y decirse «puedo hacerlo» antes de volver a hablar. Edurne, con la cabeza entre las manos, no levantaba la vista del suelo.
– Cuando naciste no te pude cuidar. A ti, los primeros dos años de tu vida te cuidaron tu abuela y tu padre. Yo, no sé por qué, caí en una profunda depresión que me impidió hacerte de madre. No quería vivir, no quería mirarte por temor a que me dieras ganas de hacerlo… Me sentía tan poca cosa, tan vulnerable, tan incapaz de hacer de madre, de hacer nada bien… Me sentía sucia, una estafadora que no se merecía tener esa preciosidad en casa. Sólo podía llorar y mirar la pared. No te sé decir qué me pasó. Sólo sé que el parto me abrió en canal y salió esa parte de mí que, seguramente había estado siempre allí, pero mucho más escondida. Y explotó y tomó las riendas de mi vida. Fue con el tiempo, con medicación, y a medida que vi que ya no eras tan vulnerable, que habías crecido, que me fui recuperando. Verte más independiente hizo que pudiera empezar a ocuparme un poco de ti…
¿Qué te puedo decir, Edurne? Que me arrepiento y que me he arrepentido cada día de mi vida. Que echaría atrás e intentaría salir de todo eso antes y de otra manera. Que siento que me perdí dos años de tu vida y que no me lo perdono y que no sé si tú me perdonarás algún día… Que me siento culpable y sucia todavía, y sí, poco merecedora de tenerte. Que te quiero más de lo que nunca hubiera imaginado y que esto, quizás, me asustó tanto que sólo quería escapar… No sé, Edurne… sólo sé que ahora te veo así y pienso no, no, no, no… porque no puedo soportar verte sufrir. A ti, a tu hijo y a tu hombre. Porque no os lo merecéis, porque no os toca vivir esto, o sí, no lo sé, pero no lo quiero. Quiero que despiertes, quiero que sepas que sé que puedes hacerlo, que te puedo ayudar porque nadie más que yo te puede entender… Que podemos salir de esta y que lo haremos, si me dejas, juntas…
Las lágrimas de Edurne mojaban el parquet. Su madre había descrito a la perfección cómo se sentía ella. Era la primera vez en estas tres semanas que sentía un cierto alivio y que veía una brizna de luz en medio de tanta oscuridad. Levantó la cabeza y sólo pudo decir:
– Mamá….
Y se puso a llorar como un bebé, con aquellos sollozos que hacen que todo el cuerpo sea un gran espasmo. Su madre la abrazó y le dijo:
– Lo sé, hija mía, lo sé… Estoy aquí, ahora sí que estoy… Y no me iré, te lo prometo. Puedes apoyarte en mí esta vez, porque no me voy, ni aprieto a correr, ni me ahogo… Te apoyo, Edurne… Estoy aquí, por fin, cariño… Y haré que tú también vuelvas de este sitio horrible que no deberías haber visto nunca…
Estuvieron así, abrazadas, llorando, más de media hora… Luego, la madre de Edurne se fue al comedor y vio a Roberto despierto y silencioso, dentro de la cuna. Lo cogió en brazos y volvió a la habitación. Entró y se puso delante de Edurne.
– Edurne – Su hija al ver que venía con el bebé bajó la vista.
– Mírame, Edurne. Mírame – Ella levantó los ojos otra vez y la miró– Ahora quiero que mires a tu hijo. Que lo mires como me estás mirando a mí. Sé que te cuesta, sé que te parece que no puedes, pero yo sé que sí puedes hacerlo. Debes hacerlo, ¿me oyes? Es importante y necesario que mires a los ojos de Roberto.
Mientras decía esto iba acercándose a su hija. Edurne volvía a llorar, medio en silencio, pero con lágrimas que no paraban de brotar. Respiró hondo y sintió que esta vez sí podía terminar de llenar los pulmones. Miró a su hijo en el rostro. Le buscó los ojos y le mantuvo la mirada. Roberto, callado, también la miraba fijamente. Poco a poco, su madre lo fue acercando más, y más, y más… Edurne lloraba ahora ya sin hacer tan silencio y le miraba aquellos ojos profundos de persona que espera paciente a que pase todo… hasta que no pudo más y lo abrazó. Lo abrazó como nunca había hecho todavía, ni después del parto… Lo abrazó desde el fondo del corazón, reconociéndolo, sabiéndolo suyo, y entre sollozos, a la madre de Edurne le pareció oir «perdóname Roberto, perdóname… te quiero… perdóname, te quiero… lo siento… lo siento… «
Se les acercó y también los abrazó, entre lágrimas. Sabía que había pasado algo importante esa mañana… Mientras tenía a su hija y a su nieto entre los brazos supo que se vincularían mucho antes de lo que ella lo había hecho hacía 34 años… y por primera vez en las últimas tres semanas, pudo respirar llenando todo el espacio de sus pulmones. Cerró los ojos y dijo en silencio «¡gracias!».
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15 respuestas
Sempre me’mocionen les teves històries…
Un petó.
Una abraçada, Mo
M’he emocionat molt al llegir el conte. l’Edurne s’ha trobat amb l’ombra pròpia tal i com diu la Laura Gutman al seu llibre. Menys mal que la seva mare li ha pogut explicar el que li passa.Gràcies Míriam!
Hola, Paqui.
Sí, amb tota l’ombra que gairebé se l’endú per davant!
A tu per llegir els meus contes!
Petons
Gràcies pel conte!
🙂
Només puc dir: «uau» i eixugar-me les llàgrimes.
Gràcies Inski
Gracias infinitas por tu blog y por lo que escribes en él. Te he conocido hoy y he leído tus primeras entradas, las de comienzos de 2011. Me has emocionado hasta lo más profundo y, pese a no haber oído hablar de ti hasta hoy, me he sentido muy cerca de ti. Hacía mucho tiempo que no leía algo que conectara con mis emociones y mis sentimientos de una forma tan intensa.
Mi pareja y yo tenemos una hija de 3 años y medio; tuvimos un parto respetuoso y estamos criándola con amor, apego y respeto a sus necesidades. Supongo que leyéndote estoy reviviendo todo el proceso que hemos vivido con ella y que ha revolucionado nuestra vida y nuestros corazones.
Me asombra mucho lo que se ha movido dentro de mí al leerte y las lágrimas que me has provocado, y simplemente quería agradecértelo y compartir contigo la alegría que ha supuesto para mí descubrirte.
Muchas felicidades por un blog tan interesante, inteligente, ameno y cálido. Y, por favor, no dejes de escribir.
Gracias de nuevo por emocionarme.
Tomás.
Tomás,
Bienvenido a este blog, mi «rinconcito», donde vierto mi alma y mi corazón. Tus palabras son un regalo, de verdad. No sabes cuánto agradezco que me hayas escrito. Me gusta saber qué sentís los que me leéis… Celebro infinitamente haberte emocionado, haber llegado a ti a través de nuestra historia, que no deja de ser una historia de amor, y que resuena en las otras historias de amor (como la vuestra con vuestra hija). En el fondo… todos estamos conectados! 🙂
Gracias por leerme, por haber llegado aquí. Espero seguir emocionándote.
Un abrazo!
Quin escrit més emotiu! M’has fet saltar llàgrimes…m’encanta llegir-te, aprendre’n i que em remoguis l’interior. Gràcies, Miriam, moltes gràcies!
🙂 A tu.
me has emocionado tanto, he podido sentir cada palabra que has escrito! fantastico
Gracias. 🙂
Gràcies per aquest conte, m’he emocionat molt. M’encanten els teus escrits! Gràcies