Mi única preocupación antes de tener un hijo era: «¿Podremos dormir?«. Sé, por experiencia, que los trastornos del sueño son horribles y te cambian el humor de una manera que da miedo.
Por eso, cuando pensaba en tener un bebé me asustaba la idea de no dormir en absoluto.
Me habían contado cosas terribles de gente que acababa histérica y, desesperados, acababan aplicando algún método conductista para conseguir que el bebé durmiera toda la noche.
El bebé llegó a casa y aunque al principio dormíamos bastante bien, con tiradas muy largas, al cabo de un tiempo esto fue cambiando y los despertares nocturnos se fueron haciendo más frecuentes.
El hecho de dormir juntos y de darle el pecho mejoraba las cosas porque, gracias a la hormona prolactina, rápidamente nos volvíamos a dormir las dos.
Pero yo no soy ninguna excepción y también hubo algún día que me desesperé por haber pasado noches durmiendo muy poco y muy mal (para más información en «AQUELLAS NOCHES …«).
Soy periodista y tal vez por este motivo lo que hice cuando estuve al borde del histerismo fue informarme. Informarme mucho.
Devorar libros, leer todo lo que caía en mis manos sobre las capacidades sensoriales del bebé, sobre cómo funciona su cerebro, sobre cómo son sus ciclos del sueño, sobre cuáles son sus necesidades y como choca esto con las nuestras. Leí y leí y después, os lo aseguro, me sentí mucho mejor.
Porque en el fondo, una de las cosas que nos preocupa muchísimo a los padres y madres es pensar que nuestro hijo hace algo que NO es «normal». Pensar que duermen todos los niños del mundo menos el nuestro. Pensar que somos los únicos pringados y que deberíamos hacer lo que hicieron los del quinto primera, o lo que me dijo la tía Rosa que funcionó tan bien con su hija…
Fijaos, cuando la gente habla del sueño de su hijo (normalmente ya mayorcito) siempre dicen que hacía tiradas de doce horas sin despertarse.
Todo el mundo quiere que su hijo sea el que dormía mejor del mundo mundial y, aunque tengan que mentir sin darse cuenta(porque tal vez en las 12h se despertaba dos veces, pero ya no me acuerdo), nos asegurarán y jurarán que durmió siempre, desde los dos meses, como un lirón, una delicia, vaya.
Yo siempre pensaba: «qué suerte que tiene la gente, no?» pero después de leer mucho, me di cuenta de que la mayoría, seguramente de manera inconsciente, mentían.
La verdad es que los bebés se pueden despertar por mil motivos y la mala pasada que nos juega la vida es que aún no saben hablar para decirnos «me duele aquí, tengo frío, ¿dónde estás?, ¿donde estoy?, tengo miedo , tengo hambre, estoy nerviosa, he tenido una pesadilla, me duelen las encías, ¿qué le pasa a papá, está nervioso?, ¿estás preocupada ?…»
Y eso choca, y mucho, con nuestros horarios; tenernos que levantar temprano para ir a trabajar, tener que rendir, tener que hacer tantas cosas…
Una vez tuve toda la información (también de métodos conductistas) y tuve todos los elementos, me escuché a mí misma. Sentí lo que me decía mi instinto de madre, mi yo, en relación a mi hija.
Me escuché a mí y me conecté a ella para saber qué podía hacer y qué me surgía de dentro. Dejar que los bebés lloren solos, por mucho que estés en la habitación de al lado, siempre me ha parecido cruel, sin duda por el bebé, que no puede entender por qué no le damos consuelo y por qué le decimos que duerma seguido si, simplemente, él está programado para no hacerlo, pero también por los padres, porque nosotros, aunque cada vez estemos más desconectados de nuestro instinto, estamos programados para atender el llanto de nuestro hijo, que reconoceríamos de entre cien llantos de bebés. Cruel para los dos lados.
En todo caso yo no podía hacerlo, me sentía absolutamente incapaz; primera porque no creo en estos métodos, y segunda porque con toda la información que tenía, aún veía más claro que lo que hacía mi hija era absolutamente normal, era un signo de buena salud, de que estaba bien y que respondía a lo que su cuerpo, sus hormonas, su sistema, le decían.
Era cuestión de tiempo. De tiempo, de paciencia por nuestra parte y de cambios de algunas rutinas (como por ejemplo, intentar hacer siesta, si es que podíamos), nada más. Simple pero muy difícil, lo reconozco.
Cuando algún día me he desesperado, me pongo en su lugar y la entiendo. Porque yo, a veces, también me despierto por mil motivos, porque he oído un ruido, porque me he desvelado pensando en algo, porque tengo frío, porque tengo calor, porque he tenido una pesadilla… y porque necesito estar cerca de mi compañero, saber que está a mi lado. Sentir su calor, sentirlo cerca.
Cuando alguna vez está de viaje yo no duermo igual de bien. ¡Le echo de menos durmiendo! Noto que no está, que hay la cama medio vacía y, por más que lo intento, no puedo dormir tan bien como cuando está él.
Entonces, cuando él llega me dice que en el hotel, se ha despertado un montón de veces y que sí, que la cama era grande y cómoda pero que él la quería más pequeña y con nosotras dentro.
Por eso cuando alguna madre desesperada me dice «¡es que mi hijo/a cuando duerme quiere tocarme, que esté cerca!» pienso «claro, como nosotros«. Y le cuento todo lo que acabo de escribir. No sé qué hará después en su casa; tal vez se relaje pensando que su hijo es normal y sólo con este cambio de actitud el bebé también se relaja y empieza a dormir mejor.
O quizás aplique algún método y el bebé esa noche tenga que llorar una hora o dos hasta caer dormido, no porque haya entendido nada, sino por agotamiento.
En todo caso, no tengo ninguna intención de decir a nadie lo que tiene que hacer. Pero sí explicar lo que me pasa: a mí, ni me gusta dormir sola ni me gusta llorar sola. Y si a mí, que tengo 34 años no me gusta, ¡imaginaros a mi hija!