Hay días que me saturo. Días como hoy, que parecen una carrera de obstáculos, desde que te levantas hasta que te vas a dormir. Normalmente son días que ya me levanto cansada; o me tengo que levantar temprano, o no he dormido bien, o fui a la cama demasiado tarde…
Lo que sea, pero me levanto cansada. También normalmente son días que mi compañero no puede venir a comer a casa. Por lo tanto, días que se hacen aún más largos y que estoy más horas con Laia.
Son días que por lo que sea, o por todo lo que ya he explicado, estás más sensible y cualquier cosa te haría llorar. Por ejemplo, abrir la nevera y ver que te has olvidado de comprar esto o lo otro y que tu hija tiene hambre y aunque tardarás 30 minutos en tenerle la comida a punto.
Son días de poca paciencia. Poca y la que tienes, de baja calidad, de aquella que con nada, se desgarra.
Son días como hoy; que estoy cansada, que estoy sola, que lo veo todo negro y que, sin embargo, sé que mañana ya habrá pasado. Pero no puedo pensar en eso porque estoy, ahora mismo, demasiado cansada, demasiado sola, y lo veo todo demasiado negro.
Tengo ganas de llorar, porque mi hija me pide que le explique un cuento y no me apetece en absoluto. Tengo ganas de llorar porque no me he podido duchar tranquilamente, hace tres días seguidos que no tengo ni un segundo de intimidad, me siento fea y aburrida, y me tumbaría en el sofá, sólo para dormir un poco e intentar que, una vez despierta, el negro se haya hecho un poco gris.
Pero no puedo tumbarme, porque mi hija ha dormido mientras yo conducía, en el coche, y cuando hemos llegado a casa ya se ha desvelado del todo, contenta y con energía, y ahora quiere que le cuente un cuento y yo no tengo ganas. Sólo tengo ganas de llorar.
Finalmente me lo permito y lloro, me digo que tengo derecho y que luego me sentiré mucho mejor. Y lo hago. Pero Laia me ve y se preocupa, y me dice «mamá, no!», y me acaricia la mejilla diciendo «uaaaapa«, y pone ojos tristes y casi se pone a llorar ella también.
Me sabe muy mal y le digo que me he saturado un momento, que estoy bien y que enseguida me pondré contenta. Le digo que ahora necesito llorar un momento, como cuando ella está triste o se hace daño. Que son sólo cuatro lágrimas…
Pero ella no quiere oír nada de esto y diciendo «mama, no! Mama, no! «, me abraza y me demuestra que no le gusto así, y me pide que, por favor, me ponga contenta. Decido que ahora no es el momento de llorar y cambio de chip, como puedo.
Poco a poco, y sutilmente, se va colando como un intruso sin zapatos, la maldita culpa.
Para acabar de redondear el día se me instala en casa y me empieza a hacer preguntas, de las dolorosas y que te dejan hecho polvo: «¿Tengo poca paciencia?», «¿Quieres decir que soy buena madre! Si no puedo ni explicarle un cuento …!», «¿Por qué me saturo?», «Ahora quizás se ha preocupado por mí y la dejo triste…»,» ¿Por qué no puedo con todo si hay mil mujeres que lo hacen cada día?» y me vuelven a asaltar las ganas de llorar…
Pero ya tengo el cuento en las manos y me concentro en el “Patufet”*, y pienso que yo ahora haría igual que él, me pondría a dormir bajo una col y dejaría que el toro me comiera, hasta que papá y mamá me vinieran a rescatar.
*cuento popular catalán
2 respuestas
Ets una mare fantàstica. Una abraçada.
Pues lo leo 6 años tarde y esa misma he sido yo hoy. Y he llorado en la caja de mercadona porque mi hija ha montado un pollo de 20 minutos y he explotado….y le he dado pena a todo el mundo y me he sentido fatal por ello. Y mi hijo se ha preocupado muchísimo y se ha asustado al verme llorar en la tienda. Ahora que duermen me voy a ñermitir llorar. Que estoy sola y cansada.