El día que me hundí
Serían sobre las seis de la mañana. Yo había estado en neonatos dando el pecho a Lua hasta que la dejé profundamente dormidita en su cama. Volví a mi habitación, justo al lado, a tumbarme y al entrar, mi madre me preguntó si Lua ya dormía. «Esto es una mierda», dije, y diría que me cayeron lágrimas. Ella se levantó para abrazarme pero le dije que no, bruscamente y con la excusa de que quería dormir. Pero no era por eso que no quería que me abrazara, sino porque si lo hacía, tenía la sensación de que no podría seguir siendo fuerte y me derrumbaría. Me tumbé en la cama y me dormí al instante. Al cabo de unos diez minutos empecé con unos temblores brutales. «Tengo mucho frío», le dije a mi madre y me empezó a poner de todo por encima; una manta, una chaqueta,… Duró un rato y no nos asustamos, ni ella ni yo. Sabíamos que era una mezcla de subida de leche y agotamiento profundo.