Des-ubicado
David había salido de casa con prisas porque ya llegaba tarde. Había dejado durmiendo en el sofá a Irene, su compañera, y a Max, su hijo de dos meses, que se resistía a soltar el pezón de su madre. Estaban de foto, había pensado mientras se ponía la chaqueta. Él, antes de salir, había recogido la cocina y había puesto una lavadora. Cuando miró el reloj soltó un «mierda», porque era muy tarde. Su hermana lo mataría, pensó. Habían quedado en una cafetería del centro a las cinco para, después, ir a comprar el regalo de su padre, que aquel domingo, al día siguiente, cumplía 70 años.