Por la existencia
Ramona tenía 67 años y un cáncer que la mataba. Los médicos le habían dicho que lo tenía en el pulmón derecho y también en los huesos y que el pronóstico más que malo, era fatal. Sin embargo, ella siempre había oído decir a su madre que no mata el mal sino la hora y ella, Ramona, estaba convencida de que si tenía que morir ahora, daba igual que el motivo fuera un cáncer o un accidente de autobús: le había llegado la hora y punto. Ella lo tenía clarísimo y aunque parecía que en el hospital todavía querían hacerle mil cosas para que se medio recuperara, ella sabía que de esta, no saldría adelante. Su hijo José le decía que hiciera el favor de no abandonarse a la enfermedad, que tenía que luchar, que aún era joven y que la actitud, en estos casos, era fundamental. Cuando le decía estas cosas, a Ramona se le rompía el corazón, porque no podía dejar de pensar que cuando ella muriera, su hijo se vendría abajo y ella ya no estaría para ayudarle. Esto era lo que llevaba peor. Eso y no ver crecer a su nieto Nil, de un año y medio, que era su perdición.